LA
MALDICIÓN DEL BÚ 2.0
“La
mejor vista de Toledo”, “un lugar mágico”, “energía positiva”… por todas esas
cosas y por una bonita leyenda de amores moros había decidido llevar allí a la
mujer que le había enamorado y con la que intentaba empezar una relación.
Había
leído en el blog de su amigo Mariano, amante de Toledo y sus leyendas, un
artículo sobre un sitio mágico desde el que se dominaba toda la ciudad y sobre
el que se contaba la leyenda de un príncipe moro que amó a una mujer y a la
propia ciudad de Toledo hasta más allá de la muerte…
Decidieron
hacer una visita a la milenaria ciudad. Y habían subido hasta la Peña
del Rey Moro, justo encima de la Ermita de la Virgen del Valle. Así llamada por
un peñasco con forma de hombre con turbante, un antiguo sepulcro tallado en la
roca y una hermosa leyenda medieval de guerra, amor y muerte.
Allí
vivieron unos momentos mágicos. Sintieron unas sensaciones únicas, amándose
bajo el tibio sol invernal con una maravillosa vista de la ciudad al fondo.
El tiempo se detuvo y el espacio dejó de existir. Pasaron las horas sin querer, tumbados en la
plana superficie de la piedra donde siglos atrás el príncipe moro llorara la
muerte de su amada.
Bajaron
de la peña y siguieron su ruta por la carretera del Valle. Muy cerca de allí
había otro cerro, con menos vegetación y un poco menos de altura. Se veían en la ladera restos de
construcciones o de excavaciones. Él quiso ascender también a su cima para ver
el panorama. La tarde estaba cayendo
sobre la ciudad y empezaba a observarse ese resplandor rojizo que llena de
magia el atardecer toledano.
Con
la resistencia de ella, iniciaron la corta subida desde la carretera sorteando
viejas piedras desprendidas de construcciones olvidadas. Llegaron a la cima de aquel cerro pelado,
donde quedaban los vestigios de alguna vieja torre o atalaya. El panorama era igualmente bellísimo: Hacia el río Tajo se precipitaba vertical en
un tremendo acantilado.
Volvieron
a fundirse en un beso largo, mientras notaban cómo se levantaba de repente un
viento frío, muy frío. Cuando separaron
sus rostros, él creyó ver una expresión rara en los bellísimos ojos de su
amada, un brillo extraño, tan helador como ese viento repentino.
Se
apresuraron a descender del pequeño monte antes de que cayese la noche. Volvieron a su vehículo, con una extraña
sensación. Habían vivido una bella tarde en aquellos parajes pero había algo
más, algo incomprensible.
Pasaron
los días y el hombre no paraba de recordar aquellos momentos vividos en la Peña
del Rey Moro. Pura magia. Volvió a
Internet y al blog de su amigo, para refrescar sus recuerdos y quizá para poner
algún comentario positivo de su experiencia.
Pero lo que halló en el blog le hizo sentir un escalofrío: Un artículo
sobre aquel segundo cerro visitado. Se trataba del Cerro del Bú. Y concentraba un puñado de leyendas todas
tenebrosas, de diablos, de sacrificios humanos, hechiceros y cuevas encantadas…
Pero
lo que más le impactó fue la maldición que decía que si dos amantes se besaban
en aquella montaña, terminarían odiándose.
Aquella
noche se consumió entre terribles pesadillas acerca de aquel lugar…
En sueños fue trasladado a un pasado remoto,
antes de la historia, antes del nacimiento de la antigua Toledo. Vio un pueblo primitivo y feroz que ocupaba
el cerro. Participó en una obscena
ceremonia donde adoraban a un grotesco ídolo de piedra, con rasgos medio
humanos medio animales, de grandes cuernos y deforme cuerpo. A él se dirigían
con un sonido gutural, casi animal, algo así como “guu” o “buu”.
A la luz de grandes hogueras, al
son de destemplados tambores, aquellos seres salvajes se entregaban a una orgía
de sangre y sexo animal. Sobre un ara de
piedra toscamente tallada extendían los cuerpos de sus jóvenes víctimas, a las
que degollaba un chamán o sacerdote con una piedra de filo cortante. Su sangre fluía por unas hendiduras de aquel
horrible altar y terminaba en una especie de pila o recipiente de piedra, donde
la recogían los vociferantes miembros de la tribu, que se embadurnaban con ella
para a continuación abandonarse a una orgía de sexo y violencia. Las vísceras
de las víctimas eran extraídas y depositadas a los pies del horrible ídolo de
piedra.
Irrumpieron en la siniestra
ceremonia una multitud de antiguos soldados, bien equipados con cortas espadas
y pesados escudos, que asesinaron uno a uno a aquellos salvajes. El último en caer fue el líder o chamán, que
con los ojos desorbitados lanzaba horribles maldiciones. El ídolo de piedra fue derribado y arrojado
por el precipicio, los cadáveres amontonados y quemados, las toscas
construcciones que ocupaban la cima fueron incendiadas.
Sintió cómo el silencio y el
abandono se apoderaron de la pequeña montaña. Y durante cientos de años aquel
fue un lugar sombrío, solitario y maldito.
Mientras tanto, la población prosperaba al otro lado del turbulento río.
Siguió vislumbrando en sueños escenas
tenebrosas:
La tierra se abría y el mismo
infierno con sus demonios surgía de las entrañas del Cerro, tragándose a quien
osaba desafiar a las fuerzas del mal.
Un anciano hechicero vivía en una
angosta cueva. Adivinaba el futuro y
preparaba extrañas pociones para reyes y señores de Toledo.
De un viejo torreón en la cima
brotaba el rojizo resplandor de los infiernos, aterrorizando a los habitantes
de la ciudad en oscuras noches de tormenta.
En una cueva enorme y oculta,
excavada en la roca del cerro, se ocultaban inmensas riquezas y una extensa
estancia destinada a acoger a los poderosos de una nación amenazada. Aquella
caverna fue olvidada para siempre y allí continúa un fabuloso tesoro, en las
entrañas de la roca.
Y un sinfín más de visiones
inconexas, siempre en el escenario del solitario Cerro del Bu: Visiones de
seres de pesadilla, maléficos, deformes.
Oscuras maldiciones. Ritos extraños. Terribles venganzas y asesinatos.
Siempre con el fondo de aquel primitivo brujo que maldijo para siempre la
montaña…
Despertó
bañado en sudor, tembloroso y con el corazón acelerado. Inmediatamente sonó su teléfono móvil. Era su amada que entre gritos, insultos y
acusaciones injustas, daba por terminada su relación para siempre y cambiaba su
amor por un odio irracional. Es como si
la maldición del Bú se hubiese llevado a cabo.
Parecía
que la cabeza le iba a estallar. Un
dolor agudo le oprimía las sienes y no le dejaba pensar, pero un impulso
extraño e inconsciente le impulsó a tomar su coche y a conducir como un loco hasta
Toledo, hasta la Carretera del Valle, justo hasta la curva del puente sobre el
Arroyo de la Degollada.
Bajó
del vehículo y ascendió como un poseso al Cerro del Bú. Llegó jadeando a la cima y se situó al
borde del precipicio que cae sobre el rio Tajo.
Cerró los ojos y, en silencio, invocó al ancestral dios de aquella
perdida tribu. Le suplicó y le ofreció
cualquier cosa a cambio del amor de aquella mujer de bellos ojos. Su alma, su
vida, todo.
De
pronto, su cuello se rasgó y brotó un chorro de sangre, como si un arma
invisible y cortante le hubiese degollado.
El
cuerpo moribundo del hombre cayó hacia delante, hacia el profundo
acantilado que da al río Tajo. Allí se
estrelló contra las rocas y quedó transformado en una masa deforme y
sangrante. Su sangre formó un reguero
que se escurrió entre las piedras y penetró por una rendija, goteando sobre una extraña roca enterrada con una forma muy particular, que no parecía ser obra de
la naturaleza: Eran los restos de un
ídolo antiguo, un maléfico dios olvidado. El Bú volvía a recibir su tributo de
vida y de sangre.
Aquella
noche se desató una gran tempestad sobre Toledo y muchos toledanos aseguraron
ver un resplandor rojizo en la cumbre del Cerro del Bú. Incluso alguno afirmó ver extrañas figuras
como envueltas en fuego. También hubo
quien dijo haber oído unas sonoras carcajadas entre el ulular del viento…
fascinante ,con cada nueva historia te superas a ti mismo.
ResponderEliminarAriadna